martes, octubre 28, 2008

El Holocausto del Cazador (Cap.5)

El tiempo iba pasando y, Pete y yo, íbamos acostumbrándonos cada vez más el uno al otro. Cesaron casi por completo las discusiones de las primeras semanas. Habíamos aprendido a respetarnos, y puesto que no teníamos ninguna opción alternativa, la cosa debía seguir así hasta que las autoridades hicieran algún comunicado por radio del completo fin del peligro en la superficie. El calendario ya había agotado gran parte de las hojas que tenía, lo cual era bastante indicativo del tiempo que llevábamos encerrados en aquel lugar. Con lo espacioso que parecía el primer día, a estas alturas era como vivir en una pequeña madriguera. Las paredes encogían con el paso de los semanas, y el techo se venía sobre nuestras cabezas lenta y despiadadamente. Ya habían transcurrido cinco meses desde el último estallido que sentimos y seguíamos sin respuesta alguna de la radio. Esa semana estuvimos muy desanimados. La moral había decaído mucho al no tener ya nada a lo que aferrarnos contra el aburrimiento. Siempre teniendo el mismo ruido eléctrico de fondo en la radio, emitiendo 24 horas la misma sintonía infernal.
Uno de aquellos días desanimados, nos encontrábamos gritándonos por algo que hizo Pete que me sentó francamente mal. De pronto, la radio tornó su ruido de costumbre por una señal de voz entrecortada. Estábamos tan enfrascados en la disputa, que ninguno escuchó nada de esa señal, hasta que en una de las pausas para coger aire y seguir gritándonos, Pete se acercó al aparato, dijo que le había parecido escuchar algo. Me acerqué apresuradamente junto a él para ver si era cierto aquello. Nos pusimos a la escucha pero sonaba el rudio de siempre. Estuvimos a la espera durante varias horas, sin que diera frutos la escucha. El desánimo hizo su aparición de nuevo.
Ya habiendo preparado la cena y disponiéndonos a repartir la comida, pudimos escuchar con claridad la radio. Salía una voz de hombre que se entrecortaba mucho. Solté los utensilios que tenía para servir y fui corriendo al receptor para tratar de sintonizar mejor esa emisora. Conseguí hacer audible el mensaje que se estaba radiando. Pete se acercó y me abrazó con fuerza mientras ambos mirábamos con alegría la radio. Deseábamos con todas nuestras fuerzas que el mensaje dijera que la guerra había finalizado y que comenzarían a repartir ayudas a la población. Nuestras esperanzas se fueron al traste cuando escuchamos la palabra radiación. El resultado de los bombardeos fue una ola de radiación sobre la faz de la Tierra. El mensaje relataba la cantidad de miles de millones de personas que posiblemente habían fallecido a causa de las bombas atómicas. Era una transmisión del ejército británico desde un búnker. Aconsejaban a la población que quedara viva, no salir de sus refugios bajo ningún concepto debido a la alta radiactividad que existía en la zona. Nos encomendaban a esperar la llegada de las fuerzas militares con material específico y trajes antiradiación, para poder reunir a todos los supervivientes en una zona más segura hasta que se decidiera algún plan para solucionar aquel holocausto mundial. Nos quedamos bastante desconcertados los dos, sin saber exactamente qué decir o qué hacer. Apagamos la radio y cenamos con la frialdad que nos había dejado en el cuerpo las noticias. Esa noche la pasé en blanco sin poder conciliar el sueño. Pete roncaba plácidamente en su cama junto a la mía.

Fin Cap.5

lunes, octubre 27, 2008

El Holocausto del Cazador (Cap.4)

Durante los siguientes días, no cesaron los estruendos de artillería por todas partes. Tratábamos de conciliar el sueño, pero era prácticamente imposible llegar a quedarse profundamente dormido con tanto ataque. Seguíamos sin noticias de nuestros progenitores, lo que nos hacía perder toda esperanza de que hubieran sobrevivido al primer día de los ataques. Mientras tanto, procurábamos mantenernos ocupados, leyendo con la luz que proporcionaba el generador, o bien hablando a oscuras durante horas para ahorrar el máximo de energía, ya que las baterías no eran de larga duración. Nos alimentábamos de latas que teníamos en la despensa y bebíamos el agua que la potabilizadora limpiaba. Por suerte, papá me enseñó a utilizarla unos meses antes de que estallara el conflicto. Teníamos casi todo lo que necesitaban un par de chicos sanos y fuertes para sobrevivir. Lo que más echábamos de menos era la compañía. De hecho, Pete se volvió más callado con el paso de los días. Él no dijo nada, pero yo estaba seguro que echaba tanto de menos a papá y mamá, que una profunda tristeza le embargaba.
Pasaban las semanas sin que nada nuevo sucediera. Las noticias emitían pequeños boletines a ciertas horas puntuales del día, pero sin dar ninguna nueva información. El tedio se hacia presa de nosotros y comenzábamos a tener algunas riñas. El humor era cada vez más irascible y hacía que cualquier ínfimo detalle fuera el detonante de una discusión a gritos, donde normalmente se terminaba cuando alguno golpeaba la pared con un puñetazo. Por supuesto, yo era el mayor y aún me respetaba lo suficiente para no encararse. Siempre hemos estado muy unidos, pero tanta presión y los cambios radicales que habían acontecido eran una carga demasiado pesada incluso para un adulto, cuanto más aún para un par de jovenzuelos con la testosterona disparada.
En la pared teníamos un calendario de 1945 con muchos días seguidos marcados, que terminaban justo el 8 de Mayo, día que se declaró la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial. Allí estaban marcados todos y cada uno de los días que los abuelos junto con mi padre, permanecieron a cubierto por temor a más bombardeos como los del año 40, que arrasaron gran parte del centro de la ciudad. Aunque por suerte para ellos, estaban los suficientemente alejados como para que en la superficie no hubiera merodeando nazis, cuando iban a por provisiones a las granjas cercanas. Muchas veces pensaba, que si ellos pudieron salir adelante viviendo en peores condiciones durante cinco años, nosotros podríamos soportarlo también. Pero no siempre era sencillo pensar de esa manera, y me derrumbaba rompiendo a llorar en alguna habitación, no quería que Pete me viera decaer. Yo era un gran apoyo moral para él, un ejemplo de rectitud y fortaleza ante lo que estaba ocurriendo. Era importante mantener la fé que tenía depositada en mi persona.
Un día, investigando los cajones de un armario, conseguimos un lapicero que decidimos utilizar para apuntar todos los días que iban pasando, tal y como hicieron nuestros familiares años atrás. Así pues, cogimos el calendario y sin desarmarlo, lo colocamos de tal forma que pudimos escribir por la parte trasera. No quisimos deshacernos de tal recuerdo y tratar de mantenerlo lo más intacto que pudimos. Entonces, nos turnamos uno cada día para encargarse de anotar el día que era. Llegamos incluso a apuntar las fechas de cumpleaños de la gente que conocíamos. Era una manera de pasar el tiempo como otra cualquiera, que nos hacía especialmente felices, recordando a las personas que conocíamos y contando algún tipo de anécdota relacionada con ellas.

Fin Cap.4