martes, febrero 17, 2009

El Holocausto del Cazador (Cap.8)

La carcasa de aquel artilugio estaba con una buena capa de óxido que dificultaba mucho la retirada de las tuercas que la sujetaban al chasis. Para su separación tuve que desenroscar seis tuercas de un tamaño enorme. Las maquinarias antiguas eran mucho más robustas que las actuales, esa gente fabricaba para que algo durara toda una vida. Una vez tuve desmontada la carcasa externa, pude ver realmente qué material tenía para realizar nuestra misión. Constaba de un motor diésel de cuatro cilindros en línea, la bomba de agua en sí, varios filtros, un rudimentario ventilador para refrigerar el sistema y un amortiguador de choque. La idea principal era invertir el proceso de bombeo, para lanzar el chorro de agua al exterior y crear el géiser que nos haría visibles a los soldados. Pasé un buen rato descubriendo cómo estaban todos los elementos interconectados entre sí, pero finalmente lo conseguí con bastante éxito. Tendría que cambiar, simplemente, un par de tomas de entrada con unas de salida y el problema quedaría aparentemente resuelto, sin que nada dañara el motor, con la consecuente relajación de evitar así la fatídica situación de que el motor quedara inutilizado. Así me dispuse a cambiar los tubos tal y como había ideado, sin tener muchos problemas para ello. A falta de colocar el último de ellos, sentí un leve chasquido y la goma se resquebrajo en mis manos; tenía una gran abertura longitudinal. El resultado era un tubo de goma roto en mis manos. Pete se quedó inmóvil y solamente pudo salir de su boca : “Bufff!”. Estaba claro que era una situación bastante delicada y tendríamos que ingeniarnosla para solventar aquel contratiempo. Empapado en sudor por la tensión y con las manos llenas de grasa y óxido, decidí tomarme un pequeño descanso para así pensar con calma alguna manera de reparar aquello.
Estuve tirado en la cama durante media hora, mientras Pete se afanaba en encontrar algún repuesto de esa pieza por todo el búnker, sin resultado satisfactorio. Repuesto mentalmente de lo sucedido, me fui a la cocina para tomar una taza de café que me despejara la mente. El bueno de mi hermano se había encargado, como de costumbre, de prepararme un humeante café en una gran taza. Era siempre muy bueno y servicial conmigo, no podía fallar en mi cometido ahora, era mi turno. Mientras saboreaba mi delicioso café, vino a mi mente la idea más extraña y loca del mundo, pero tal vez podría llegar a valernos. Bebí de un trago lo poco que quedaba en mi taza y le pedí a Pete que fuera a por mi cartera. Fue hacia mi cuarto en tanto que yo localizaba alguna lata vacía de las que solíamos gastar de nuestras provisiones. Encontré una lata en perfecto estado y con el diámetro lo más parecido al tubo que se había roto. Fui para el compartimento de la bomba y mi hermano detrás. Entretanto estaba probando las dimensiones de la lata dentro del conjunto, le dije que abriera mi cartera y sacará de uno de los laterales un preservativo. Normalmente solía llevar uno encima por si conseguía conocer alguna chica dispuesta a tener sexo, y ahora mismo daba gracias por no haberlo usado una de esas noches. Después de mirar la lata, cogí el preservativo abriéndolo cuidadosamente, pues no sabía el tiempo que llevaba en mi cartera aplastado y era vital que no se rasgara. Lo dejé cuidadosamente sobre mi pierna, para coger la lata y con unos alicates de corte, que Pete me había acercado, recortarle la base con sumo cuidado. Pedí que me pasara una pequeña lima y comencé a repasar todas las rebabas. Una vez quedó perfectamente limado todo, deposité el profiláctico en el interior, sujetándolo por uno de los bordes de la lata convertida en tubo. Estire la otra parte y le hice un pequeño corte circular a la otra parte del preservativo, colocándolo en el otro borde del tubo. Tenía ahora una tubería metálica recubierta internamente de goma, lo cual me haría encajar perfectamente con la salida de la bomba, y la lata evitaría que la presión la hiciera reventar, revistiéndola lo suficiente para contener el paso del agua. Encajé lo mejor que pude mi invento, en sustitución del tubo rajado. Si el remedio fallara, no sé que podría hacer para arreglarlo, así que mejor no pensar en fracasos y activar el mecanismo sin más. La adrenalina me recorría el cuerpo entero. La cara de Pete era un suspiro, como cuando se ve lanzar un penalti en el último minuto de un partido. Le pedí que me diera la mano para que entre los dos apretáramos el botón de arranque del motor. 'Todo saldrá bien', le dije. Pulsamos y aquello empezó a sonar atronadoramente. La respiración quedó contenida.

Fin Cap.8