jueves, marzo 02, 2006

El Sabor de la Sangre

Dong...! Dong...! Dong...! Así hasta doce veces sonó el reloj de pared del salón. Fue justo en la última campanada cuando abrí los ojos. Estaba recostado en el sofá. La copa que tenía en la mano cuando me quedé dormido, yacía en el suelo y el contenido se había derramado por la alfombra de pelo. Todavía se podían ver los hielos del whisky, aún no se habían derretido del todo. Corría una ligera brisa de aire frío, y sonó un golpe seco en la ventana. Sobresaltado giré la cabeza, y vi que la ventana se encontraba abierta, de ahí el frío. Me acerqué a cerrarla y oí un crujido bajo mis pies, cuando miré hacia abajo, pude ver restos de barro en la alfombra. Lo cierto es que me extrañé mucho, puesto que ese día no había pisado la calle como para poder haber ensuciado ahí con mis botas. No le di más importancia, ya que todo parecía estar en orden, así que me di la vuelta y salí de la habitación para ir a dormir a mi cuarto. Según avanzaba por el largo pasillo a oscuras, pude escuchar lo que parecía ser una puerta en la parte de abajo. Ese fin de semana estaba sólo en la casa, y hacía horas que la cocinera había abandonado la casa. Lo cierto es que pensé al principio, que podía ser fruto de mi imaginación, todavía seguía con los ojos medio dormidos del letargo del sofá. De repente, volví a escuchar un golpe como el anterior, y en ese momento sí me sobresalté, aquello no había sido mis fantasías. Me puse muy nervioso, el móvil por aquellos parajes de montaña no tenía ningún tipo de cobertura, y el teléfono común no llegaba aún hasta la zona, por lo que no podía pedir ayuda de ningún tipo. Traté de buscar algo que pudiera servirme de defensa ante el intruso que encontrara. Solamente se me ocurrió coger el atizador de la chimenea, como en tantas películas antiguas había visto. Era muy grande, tuve que sostenerlo con las dos manos. Me sentí por un momento como un gladiador romano en la arena del circo, dispuesto a enfrentarse con su propia muerte, sin temor, mirándole fijamente a los ojos. La situación resultaba bastante cómica. Yo estaba aterrado, con un albornoz de casimir azulón y zapatillas de estar por casa, blandiendo un atizador. Salí del salón, y bajé las largas escaleras de madera. Con cada crujido, mi corazón se aceleraba más y más. Al llegar abajo, parecía que fuera a estallar en mil pedazos. Contuve la respiración. Por fin estaba en la planta baja.


Fin primera parte

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